La última vez que un jefe de Estado en Francia fue puesto tras las rejas, aparte del mariscal Pétain en 1945, fue el rey Luis XVI en 1792, con el triunfo de la Revolución. El ex presidente Nicolas Sarkozy ingresó antier a la prisión de La Santé, acusado por un tribunal de París de conspiración criminal por haber financiado, con millones de euros procedentes de Libia, a cambio de favores diplomáticos, su campaña presidencial de 2007. Fue absuelto de recibir el dinero en persona, pero condenado por asociación ilícita junto con dos de sus colaboradores más cercanos, que mantuvieron conversaciones al respecto con el jefe de inteligencia de Muamar el Gadafi. Una sentencia de cinco años. Al haber presentado un recurso, Sarkozy sigue siendo inocente, desde el punto de vista de la ley, pero, aun así, debió ingresar en prisión por la “gravedad excepcional de los hechos”. La situación es “kafkiana”, afirman sus abogados. Es una venganza, porque él es inocente, dice Sarkozy. Tiene en la cárcel dos libros: una vida de Jesús y una novela de Dumas, la que narra la historia de un hombre encarcelado injustamente, El Conde de Montecristo.
“Ganar es gustar, mi oficio es decidir”, confesó Sarkozy cuando supo que había ganado la elección en Francia. “Estaba inquieto sobre mi capacidad para gustar”. La frase resume con nitidez el drama de un político en las democracias. Decidir y gustar. Tomar decisiones que tendrán un impacto sobre la vida de millones de personas, sobre la integridad del planeta, es en efecto la tarea más importante de un hombre de Estado. Pero antes de asumir esa carga, que es enorme, tiene que aprender un arte muy distinto, más común: el de gustar. Sarkozy sabía que no les gustaba a los franceses. Inteligente, nervioso, impaciente, era bajo de estatura, cojeaba, tenía prisa, no escuchaba nunca. Francia es un país en el que importan las formas. Sarkozy no tenía contacto con la gente; estaba siempre rodeado de guardaespaldas. No visitaba El Louvre; prefería pasear por Euro Disney. Usaba lentes de policía; ostentaba su amistad con multimillonarios; pasaba sus vacaciones en Estados Unidos. Todo eso era resentido por los franceses, que añoraban la solemnidad de sus predecesores.
Sarkozy obtuvo 53 por ciento de los votos en 2007, el porcentaje más alto de sufragios de un candidato de la derecha frente a la izquierda, desde los tiempos del General de Gaulle. Ganó en todas las categorías de edad, salvo en la de los más jóvenes, y en todas las categorías socio-profesionales, menos en la de los obreros, con una participación contundente de 85.5 por ciento. Su gobierno atrajo el talento de la izquierda: Attali, Lang, Kouchner, Strauss-Kahn. “Yo soy de derecha”, decía, “pero no soy conservador”. No veía hacia atrás, sino hacia adelante. A los dos años como presidente, su popularidad cayó. Había ganado con el lema de “trabajar más para ganar más”. Su pesadilla fue el desempleo y la caída del poder de compra de los franceses. Algo similar enfrentaron los dos hombres que lo precedieron. Ambos padecieron una crisis de la economía, que llamaron con nombres grandilocuentes, como era su estilo: la rigueur (Mitterrand) y la fracture sociale (Chirac). Sarkozy la llamó simplemente la crise.
 
	