
El adulador es la persona que pretende conseguir ventajas recurriendo, no a la valía propia, sino a la vanidad ajena. Este tipo de traficantes interesados han existido en todos los grupos humanos. La palabra “adular” es muy antigua y comparte raíz con el verbo latino “agitar”, por comparación con el alegre movimiento de cola con el cual los animales saludan la presencia de quien los alimenta. La adulación es un acto que busca beneficios, una humillación que se resuelve en timo: el que nos da coba, algo nos roba.
En el paisaje de la comedia antigua había un personaje habitual, el parásito, que hacía de la adulación una forma de vida. En una obra teatral de Plauto, aparece retratado uno de ellos en plenitud de facultades, el parásito Ganapán. Este hambriento perpetuo ha echado su red de halagos a un militar fanfarrón. Con la mente puesta en las aceitunas aliñadas que se sirven en su mesa, le dice: “Eres ese héroe intrépido que dispersa las legiones con su aliento, como el viento dispersa las hojas. En la India, le rompiste la pata a un elefante de un puñetazo”. “Y lo hice descuidadamente”, responde el militar. “Segurísimo. Si hubieras puesto toda tu fuerza, tu brazo habría pasado a través de la panza y la boca del elefante. Bajo tus golpes perecieron un mismo día 150 soldados en Cilicia, 100 más en Sardes y 60 en Macedonia”. “¿Y eso cuánto suma?” “Siete mil”.
Plauto juega a la exageración caricaturesca, pero a la vez plasma una verdad esencial sobre el poder de los elogios para desarmarnos. Pues el adulador, siendo servil, acaba por hacerse el dueño.