Georges Perec (París,1936—Ivry-sur-Seine,1982) decidió elaborar un viaje interior, un libro con tintes autobiográficos sobre cuando tenía veinte años y frecuentaba varios sitios de París. Resolvió proponerlo como proyecto literario y que se llamara Lugares (Lieux). Su intención no sólo es recuperar la esencia de lo que sucede en esos sitios, hablar de él y, acaso, comprobar que la memoria es inabarcable. “¿Hay algo más tenaz que la memoria?” se pregunta Salvador Elizondo en Farabeuf.
Distintos momentos de su vida se quedan esbozados en el libro, el cual ha sido hilvanado como una suerte de arte-objeto que incluye cartas, notas escritas a mano, fotografías, mapas, listados y gráficos relacionados con la época que menciona.
Leo a Perec y pienso en Juan Goytisolo, quien, en 1966, en plena época de la dictadura franquista, publicó Señas de identidad, en donde utiliza la ficción y la reflexión para abordar la falta de libertades de la sociedad española, y qué era sentirse extranjero en su propio país. La batalla que se libra en las novelas de Juan Goytisolo es una lucha entre culturas que reclaman su autonomía y, sin embargo, necesitan del diálogo con los otros. Sus paisajes son plurales pero únicos, abiertos, aunque también le urge marcar fronteras entre ellos para que lo auténtico no se pierda y lo diverso no se difumine. Esto fulgura en los entrecruzamientos narrativos, en ese complejo sistema de ecos que percute en sus novelas: el yo es otro.
Pese a que Perec no experimenta el sentirse extraño o casi un migrante, aprovecha cada momento porque sabe que el tiempo es irrepetible, y que aún así, habrá instantes de esos sitios que será inevitable registrarlos. En ese sentido, la identidad que explora Perec se ve delineada precisamente por esos entrecruzamientos narrativos, resonancias de índole autobiográfico. Habría que establecer líneas paralelas entre los otros libros de Perec y este voluminoso compendio, vida fragmentaria, diario, anecdotario.
Imagino a Perec divertido, riéndose por dos motivos: primero, porque el editor se atrevió a publicar este —aparentemente disparatado— material póstumo. Y, segundo, porque de forma caprichosa, azarosa, rayueliana, con subidas y bajadas, conduce al lector por intrínsecos laberintos de la memoria. Lo más atípico es que no todo es una ocurrencia, sino que hay una disposición matemática. La elección de los lugares sí le correspondió al autor, pero el modelo para visitarlos y hablar de ellos posee un referente abstracto. Aunque el lector no lo crea, Perec se inspiró en las potencialidades literarias del bicuadrado latino (una tabla que distribuye, sin repetición, dos series de elementos). El matemático Claude Berge, integrante también del grupo OuLiPo, fue el responsable de contagiar a Perec esta obsesión por el bicuadrado latino, para así “poder emparejar exhaustivamente y sin repetición todos los reales y los recuerdos de los doce lugares con todos los meses del año, durante doce años que debía durar el proyecto”, refiere Jean-Luc Joly en la introducción. El OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle) fue un grupo literario fundado por Raymond Queneau y el matemático François Le Lionnais.
“He vivido estos últimos días con una especie de odio contra Roland Barthes. Ya no existo para él. Quería escribirle, justificarme, etc. Estas cosas llevan demasiado lejos. [...] Nunca seré Leiris; Leiris nunca me leerá” (pag. 233).
Reviso las páginas de este arte-objeto, un registro de los pasos de Perec, y me viene a la mente Proust con su infatigable necesidad de recordar los sonidos parisinos y añadirlos a su prosa; ya sea en relatos breves, ensayos o en En busca del tiempo perdido. Por ejemplo, para escribir La prisionera, en la parte en que el héroe y Albertine escuchan desde el apartamento las voces y murmullos de los vendedores ambulantes de París, Proust pidió a su portero, A. Charmel, que fuera a escuchar esos sonidos, los identificara y le trajera esa encomienda. Por esa época, el escritor francés residía en la casa de Jacques Potel, en el número 8 bis de la calle Laurent-Pichant, después de que fue expulsado del bulevar Haussmann. Charmel cumple con el registro y trae un listado. Son los pregones de una ciudad que, en apariencia, no descansa o si lo hace, solo a ratos. Se escucha un flautín o armónica, alguien que vende “naranjas, lindas naranjas, naranjas frescas”; también está el afilador que pasa “con una campana gritando cuchillos, tijeras, navajas”. Y los “toneles, mejillones frescos, ricos mejillones, pescadilla para freír, ropa, trapos, chamarras para vender, lindo queso, crema lindo queso, judías verdes, tiernas judías, arreglo vidrio, mármol, alabastro, aquí está el arreglador”.
Es posible descubrir al ensayista francés leyendo a Proust e imponiéndose una recuperación de París a su estilo, de forma ecléctica; es decir, rememorando situaciones o sensaciones que parecían triviales, sin importancia, y seguramente olvidando otras que consideraba valiosas o que, incluso, había llegado a pensar que tenían el carácter de imborrables. A la memoria le fascinan los caprichos, quizá tanto como aborrece dar explicaciones. Y, paradójicamente, en un orden matemático. Dudo que Perec se dedicara de tiempo completo a la formación de sus Lugares, más bien tienen un carácter secundario, alternativo y se concretaron en una exploración de situaciones que fueron teniendo repercusión en su vida cotidiana.
Siguiendo los pasos de Proust, Perec está imbuido en una suerte de sociología parisina. No obstante, existe la posibilidad de que el ensayista se rehusara a escribir una autobiografía como tal, aunque en varios de sus libros de ensayo hay estampas de esa naturaleza. Prefirió recuperar la memoria colectiva, no sólo la propia, acaso porque sabía de lo incierta y fragmentaria que suele ser. Georges Perec, de forma inusual, deseaba abordar no sólo el envejecimiento de la ciudad luz, sino también el de su escritura.